Gén. 32.
Y dijo: Déjame, porque raya el alba. Y Jacob le respondió: No te dejaré, si no me bendices. (Gén. 32: 26).
En la crisis suprema de su vida, se apartó para orar. Le dominaba un solo propósito: buscar la transformación de su carácter (El Discurso Maestro de Jesucristo, pág. 117).
Era una región solitaria y montañosa, madriguera de fieras y escondite de salteadores y asesinos. Jacob, solo e indefenso, se inclinó a tierra profundamente acongojado. . . Con vehementes exclamaciones y lágrimas oró delante de Dios.
De pronto sintió una mano fuerte sobre él. Creyó que un enemigo atentaba contra su vida, y trató de librarse de las manos de su agresor. En las tinieblas los dos lucharon por predominar. No se pronunció una sola palabra, pero Jacob desplegó todas sus energías y ni un momento cejó en sus esfuerzos. Mientras así luchaba por su vida, el sentimiento de su culpa pesaba sobre su alma; sus pecados surgieron ante él, para alejarlo de Dios. Pero en su terrible aflicción recordaba las promesas del Señor, y su corazón exhalaba súplicas de misericordia.
La lucha duro hasta poco antes del amanecer, cuando el desconocido tocó el muslo de Jacob, dejándolo incapacitado en el acto. Entonces reconoció el patriarca el carácter de su adversario. Comprendió que había luchado con un mensajero celestial, y por eso sus esfuerzos casi sobrehumanos no habían obtenido la victoria. Era Cristo, "el Ángel del pacto", el que se había revelado a Jacob. El patriarca estaba imposibilitado y sufría el dolor más agudo, pero no aflojó su asidero...
El Ángel trató de librarse de él y le exhortó: "Déjame, que raya el alba"; pero Jacob contestó: "No te dejaré si no me bendices". Si ésta hubiese sido una confianza jactanciosa y presumida, Jacob habría sido aniquilado en el acto; pero tenía la seguridad del que confiesa su propia indignidad, y sin embargo confía en la fidelidad del Dios que cumple su pacto (Patriarcas y Profetas, págs. 196, 197).
Por medio de la entrega del yo y la fe imperturbable, Jacob ganó aquello por lo cual había luchado en vano con sus propias fuerzas (El Discurso Maestro de Jesucristo, págs. 117, 118). 68
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