Pero lejos esté
de mi gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el
mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo. (Gálatas 6:14).
Por fe, la fe que renuncia a toda confianza propia, el necesitado suplicante ha de aferrarse del poder
infinito.
Ninguna ceremonia exterior puede reemplazar a la fe
sencilla y a la entera renuncia al yo. Pero ningún hombre puede despojarse del yo por sí mismo.
Sólo Podemos Consentir, Que Cristo Haga Esta Obra. Entonces el lenguaje del alma será: SEÑOR, toma mi
corazón; porque yo no puedo
dártelo. Es tuyo, manténlo
puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti.
Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi alma.
No Sólo Al Comienzo De La Vida Cristiana Ha De Hacerse Esta Renuncia Al Yo. Ha de renovársela a cada paso
que se dé hacia el cielo.
Todas Nuestras Buenas obras dependen de un poder que está fuera de
nosotros. Por Lo Tanto, debe haber un continuo anhelo del corazón en pos de
Dios, y una continua y ferviente confesión de los pecados que quebrante el
corazón y humille el alma delante de Él.
Únicamente podemos caminar con seguridad mediante una constante renuncia al yo y dependencia de Cristo.
Mientras más nos acerquemos a Jesús, y más claramente apreciemos la pureza de su carácter, más claramente discernimos la excesiva pecaminosidad del pecado, y menos nos sentiremos inclinados a ensalzarnos a nosotros mismos.
Aquellos a quienes el cielo
reconoce como santos son los últimos en alardear de su
bondad.
El apóstol Pedro llegó a ser
fiel ministro de Cristo, y fue grandemente honrado con
la luz y el poder divinos; tuvo una parte
activa en la formación de la iglesia de Cristo; pero Pedro nunca olvidó la terrible vicisitud de su humillación;
su pecado fue perdonado; y sin embargo, él bien sabía que para la debilidad de carácter que
había ocasionado su caída sólo podía valer la gracia de Cristo. No encontraba en sí mismo nada de qué gloriarse.
Ninguno de los apóstoles o profetas pretendió jamás estar sin pecado. Los hombres que han vivido más
cerca de Dios, que han estado dispuestos a
sacrificar la vida misma antes que cometer a sabiendas una acción mala, los hombres a los cuales Dios había honrado con
luz y poder divinos, han confesado la pecaminosidad
de su propia naturaleza. No han puesto su confianza en la
carne, no han pretendido tener ninguna
justificación propia, sino que han confiado plenamente en la
justicia de Cristo. Así harán todos los que contemplen a Cristo.
En cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará nuestro arrepentimiento... Entonces nuestros labios no se abrirán en glorificación propia. Sabremos que únicamente Cristo es nuestra suficiencia.
Palabras de
vida del gran Maestro, págs. 123-125. RJ252/EGW/MHP 253
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