Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien,
para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. (Génesis 50:19,20).
José y sus amos iban en
camino a Egipto... El joven pudo
divisar a lo lejos las colinas entre las
cuales se hallaban las tiendas
de su padre. Lloró
amargamente al pensar en la soledad y el dolor de aquel padre amoroso.
Nuevamente recordó la
escena de Dotán. Vio a sus airados hermanos y
sintió sus miradas furiosas dirigidas hacia él. Las punzantes e injuriosas palabras con que habían contestado a sus súplicas angustiosas resonaban
aún en sus oídos. Con el corazón
palpitante pensaba en qué le reservaría el
porvenir. ¡Qué cambio
de condición! ¡De hijo tiernamente querido había pasado a ser esclavo menospreciado y desamparado!
Solo y sin
amigos, ¿cuál sería su suerte en la extraña tierra adónde iba? Durante algún tiempo José se entregó
al terror y al dolor sin poder
dominarse.
Pero,
en la providencia de Dios, aun esto había de ser una bendición
para él. Aprendió
en pocas horas, lo que de otra manera le hubiera requerido muchos años.
Por fuerte y
tierno que hubiera sido el cariño de su
padre, le habría hecho daño por su parcialidad y
complacencia. Aquella
preferencia poco juiciosa había enfurecido a sus hermanos, y
los había inducido a llevar a cabo el cruel acto que lo alejaba ahora de su hogar.
Sus efectos se
manifestaban también en su
propio carácter. En él se
habían fomentado defectos que ahora debía corregir. Estaba comenzando a
confiar en sí mismo y a ser
exigente. Acostumbrado al
tierno cuidado de su padre, no se sintió preparado para afrontar las dificultades que
surgían ante él...
Entonces sus pensamientos se
dirigieron al Dios de su padre. En su niñez se le había enseñado a amarle y temerle.
A menudo, en la
tienda de su padre, había escuchado la historia
de la visión que Jacob había
presenciado cuando huyó de su casa
desterrado y fugitivo. Se
le había hablado de las promesas que el Señor le hizo a Jacob, y
de cómo se habían cumplido; cómo en la hora de necesidad, los ángeles habían venido a instruirlo, confortarlo y protegerlo.
Y había
comprendido el amor manifestado por Dios al
proveer un Redentor para los hombres. Ahora, todas estas lecciones preciosas se presentaron vivamente ante él.
José
creyó que
el Dios de sus padres sería su Dios. Entonces,
allí mismo, se entregó por completo al Señor, y oró para pedir que el Guardián de Israel estuviese
con él en el país adónde iba desterrado.
Su alma se conmovió
y tomó la alta
resolución de mostrarse fiel a Dios y de obrar en cualquier circunstancia como convenía a un súbdito del Rey de los cielos. Serviría al Señor con corazón íntegro... La experiencia de ese día fue el punto decisivo en la vida
de José. Su terrible calamidad lo transformó de un niño mimado que era en un hombre reflexivo, valiente y sereno. Patriarcas
y profetas, págs. 214, 215. RJ318/EGW/MHP 319
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