Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado. (Hebreos 11:24,25).
Cuando quedó
privado del cuidado protector del
hogar de su infancia, Moisés era
menor que José y Daniel y, sin
embargo, ya habían
amoldado su carácter los mismos
instrumentos que amoldaron la
vida de aquéllos. Pasó solamente doce años con su parentela hebrea, pero
durante ese tiempo puso el cimiento de su grandeza una persona de fama poco pregonada.
Jocabed era mujer y
esclava. Su destino en la
vida era humilde, y su carga pesada. Sin embargo, el mundo no ha
recibido beneficios
mayores mediante ninguna otra mujer, con excepción de María de Nazaret.
Sabiendo que su hijo había de pasar pronto de su cuidado al de los que no conocían a Dios, se esforzó con más fervor aún para unir
su alma con el cielo. Trató
de implantar en su corazón el
amor y la lealtad a Dios. Y llevó a
cabo fielmente esa obra. Ninguna
influencia posterior pudo inducir a
Moisés a renunciar a los principios de verdad que eran el centro de la enseñanza de su madre.
Del humilde hogar de
Gosén, el hijo de Jocabed pasó al
palacio de los faraones, al cuidado de la
princesa egipcia que le dio la bienvenida como a un hijo amado y mimado. Moisés recibió en las escuelas de Egipto la
más elevada educación civil y militar.
Dotado de grandes atractivos personales, de formas y
estatura nobles, de mente cultivada y
porte principesco, y renombrado como jefe militar, llegó a ser el orgullo de la
nación.
El
rey de Egipto era
también miembro del sacerdocio, y Moisés, aunque se
negaba a tener parte en el culto pagano, fue iniciado en todos
los misterios de la religión egipcia.
Siendo aún Egipto
en ese tiempo la nación más
poderosa y civilizada, Moisés, como
soberano en perspectiva, era heredero de los
mayores honores que el mundo le podía otorgar.
Pero su elección fue más
noble. Por el honor de Dios y el
libramiento de su pueblo oprimido, Moisés sacrificó los honores
de Egipto. Entonces Dios se encargó en un sentido especial de su educación...
Todavía tenía
que aprender a depender del poder
divino... Moisés pasó cuarenta años en los
desiertos de Madián, como pastor
de ovejas.
En el
cuidado de las ovejas y los
tiernos corderitos, debía
obtener la experiencia que iba a
convertirlo en un fiel y tolerante pastor de Israel...
En
medio de la solemne majestad de la soledad de las montañas, Moisés se encontró solo con Dios... Allí
desapareció su engreimiento...
La grandeza de Egipto
yace en el polvo... Pero la obra de
Moisés nunca podrá perecer. Los grandes
principios de justicia para cuya instauración él vivió, son
eternos. La educación, págs.
61-63, 69. RJ319/EGW/MHP 320
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